Nuestra Biblioteca Nacional y los guardianes del saber

Hace unos días, volví a nuestra querida BNE. Ya era usuaria, pero la necesidad de emigrar durante una época había hecho caducar mi carnet por el tiempo que hacía que no pasaba por allí. Agosto es un buen mes para reanudar viejas lecturas.
No recordaba lo precioso que es el edificio. Me siento en la escalera a recrearme con el buen tiempo y los diletantes de Madrid, que siempre son un buen escenario. Pasan unos treinta minutos y aparecen por allí unas cien personas, muchas. La mayoría son extranjeros que vienen con sus guías en la mano, leyendo sobre el edificio. Quedan impresionados por la imponente escalera. Una foto con Cervantes, imprescindible. Se deciden a entrar. Tardan menos de un minuto en salir.
Salen decepcionados. Al entrar, un cordón rojo; no se puede pasar. En unos dos o tres metros cuadrados, dos mostradores de seguridad y un escáner. No se permite la entrada. Si quieren ver el museo, deben entrar por otra puerta. Abajo. Nada de cruzar la entrada triunfal junto a Cervantes y Lope de Vega. Al final, la mayor parte de la gente se marcha. A falta de libros, muchos acabarán por meterse en algún Starbucks a consultar su Facebook. Esto es sencillo. Nuestra Biblioteca Nacional, no es un sitio que, digamos, te acoge con los brazos abiertos. Al contrario, penetrar en sus muros es más difícil que cruzar la Laguna Estigia.
Si algo tiene de bueno Inglaterra es, sin duda, la Biblioteca Británica. Allí uno entra y puede ver todas las variantes de seres humanos, disfrutando de lectura, café y tertulia. La seguridad es extrema, sí. Pero se basa en la formación del personal de vigilancia. Por suepuesto, no se puede en entrar en las salas con objetos cortantes, eso es obvio. Tampoco con bolígrafos o líquidos, pero hay a disposición de los usuarios lápices y surtidores de agua (para no deshidratarse y tener la mente fresquita). Uno puede circular libremente, sin registro, por casi todo el edificio, incluyendo cafetería, terraza y algunas exposiciones pequeñas que se sitúan en el hall de entrada, lleno de bancos y asientos públicos. Pero además, cualquiera puede hacerse un carnet en menos de 10 minutos. Nada más lejos de nuestra Biblioteca Nacional.
Subo las escaleras y abro el portón. Me paran en la puerta. Cordón rojo. Me detengo en el primer mostrador: -«¿A qué ha venido?», me preguntan. -«A renovar el carnet y consultar algún libro», contesto. Me dan una pegatina que pone, concretamente, «renovación de carnet». Debo ir al otro mostrador (en frente, en un metro cuadrado), entregar mi DNI y pasar por el escáner mi bolso y objetos metálicos. Todavía no he salido de ese pequeño espacio comprendido entre los dos mostradores (a ambos lados) y el cordón rojo que me separa del templo de las letras hispánicas. No he avanzado ni dos metros desde la puerta.
Entrego mi DNI, mi bolso y mis objetos personales. Pasan por el escaner. He superado el cordón rojo. Pero debo pasar a otra sala. Todavía no he avanzado ni 3 metros desde la puerta. Entro a la sala donde renuevan los carnets. Es una sala enorme pero sólo hay dos personas. Una de ellas me dice: -«Pasa y siéntate». Es como una entrevista de trabajo: -«Sólo quiero renovar el carnet». Otra vez tengo que entregar el DNI. También el carnet viejo (que ya tiene mis datos y mi fotografía). La persona que me atiende es amable, tranquila: -«Dime, ¿tienes alguna documentación contigo que te acredite como investigadora?» No llevo nada, se me ha olvidado la lupa y el astrolabio. Intento solucionarlo a las bravas: -«Puede buscar mi tesis doctoral en internet», le digo. Parece que la encuentra y lo da por válido. Me da una ficha donde tengo que volver a escribir todos mis datos. Supongo que todo esto ya lo entregué cuando me hice el carnet la primera vez. No importa. Hay que volver a escribirlo y justificarlo todo. La entrevista continua: -«Tienes una dirección de fuera de Madrid, ¿no resides aquí?». Sí que resido aquí, pero tengo puesta la dirección de la casa familiar, la que consta en mi DNI. Ecatombe. Si quiero cambiar mi dirección por la actual, debo mostrar un nuevo justificante. Desde que entré por la puerta, han pasado unos 35 minutos y todavía no he conseguido ve un sólo libro, aunque sea de lejos. Le digo que no pasa nada, que mi hermana vive allí. Me pregunta si es la casa de mis padres. La tutela parental parece convencerle más que lo de mi hermana.
Ya está hecho el trámite. Falta una foto. Me la hace en el momento, con una cámara web, para evitar retoques y filtros Instagram. Aquí no se puede leer y ser divina. A no ser que vengas retocada desde casa. No es mi caso. Cara lavada. Foto frontal sin compasión. Sin segundas oportunidades, como las Polaroid. Pasada la prueba, debo cambiar la pegatina. Ahora ya soy «lectora». Hay distinción de pegatinas: unas de «lector» y otras de «lectora». Me encanta ese detalle. Sólo por eso, casi está valiendo la pena la odisea.
Consigo salir de la sala, gracias a mi ascenso de categoría. Pero todavía no hemos terminado. Antes de acceder, otro mostrador. Debo dejar mi bolso y mis enseres en las taquillas. Me parece lógico. Me siento cerca de mi meta, mejora mi ánico, empiezo a pensar en el placer de hallarme ya cerca de miles y miles de libros. Pero no es tan fácil. En las taquillas me encuentro con otra limitación: una fatídica lista con lo que sí y no puedo entrar en la sala de lectura. Aquí la reproduzco.

«OBJETOS NO PERMITIDOS:
Prendas de abrigo (gabardinas, plumas, chaquetones, trenkas, abrigos, etcétera), sombreros o gorras, paraguas y cualquier otro objeto que impida la correcta identificación del usuario.
– Mochilas, bolsos, maletines, carpetas con compartimentos, sobres abiertos o cerrados, paquetes y similares.
– Radios, aparatos reproductores y grabadores, escáneres, lápiz óptico, cámaras fotográficas, videocámaras, ni hacer uso de las incorporadas a otros dispositivos.
– Objetos cortantes o punzantes, que quedarán depositados en Seguridad (cúter, tijeras, compases, cubiertos, punzones, sacapuntas, reglas, etcétera), y otros objetos que puedan dañar los fondos o instalaciones (rotuladores marcadores, tippex, papel calcográfico, cola y todo lo que incluya adherente, cremas y cualquier otro producto susceptible de poder causar daños en los fondos).
– Libros, revistas, periódicos, recortes de prensa, microfilms, diapositivas, microfichas, transparencias, postales, fotografías, mapas y planos, papeles adheridos o similares, cintas de vídeo, CD y DVD (originales), etcétera.
– Alimentos o bebidas.
– Objetos que por su tamaño superen la capacidad de las taquillas.

OBJETOS SÍ PERMITIDOS:
– Dispositivos de almacenamiento USB.
– Ordenadores portátiles y tabletas que deberán introducirse sin funda.
– Pequeño bolso o cartera de tamaño no superior a 18×18 cm.
– Un cuaderno o hasta un máximo de 50 folios (en fundas transparentes).
La introducción de libros, documentos propios y otros objetos no permitidos en las salas de consulta y lectura sólo será posible con autorización expresa del personal bibliotecario de Información General y Carnés.
Para que los usuarios puedan guardar sus objetos personales y ordenadores portátiles se proporcionarán bolsas de plástico transparentes de la Biblioteca.
La Biblioteca no se hace responsable de las pérdidas o desapariciones de objetos que pudieran producirse.»

Es curioso que los «OBJETOS SÍ PERMITIDOS», incuyan también sus propias limitaciones y prohibiciones. Por ejemplo, las fundas de ordenador, libros y documentos propios. Nada de llevarte tu propio libro. No, hoy no has venido a hablar de tu libro, desde luego. Hay que recalcar que la BNE no oferta servicio de préstamo domiciliario, es decir, que no se puede sacar ni un sólo ejemplar de sus salas. Por lo tanto, se puede decir que lo que una se lleve de aquí, debe haberlo memorizado bien porque sólo se lo llevará en la memoria (o en lo que haya podido escribir en un máximo de 50 folios).
Lo dejo todo, no me quiero arriesgar. Sólo he cogido el ordenador y un par de euros en el bolsillo. Nada, por si hay que llamar desde una cabina para pedir ayuda, como decía mi madre. Estoy a punto de entrar. Intento recordar las indicaciones de la persona que me hizo el carnet para llegar a la sala: – «Hay una exposición montada en el medio, así que ya no se puede acceder por el sitio normal. Tienes que pasar los ordenadores, a la izquierda y después a la derecha, pasar el mostrador y entrar por la puerta de la derecha, de nuevo. Recuerda que estamos en el segundo piso».
Estamos en el segundo piso y yo no recuerdo haber subido ninguno. Deber ser algo habitual en la era postverdad, pues lo mismo pasa en CentroCentro Cibeles, donde los visitantes se desorientan porque, al entrar, están en el segundo piso y no en la planta baja. Estos viajes siderales de altitud me inquietan.
Me dispongo a seguir la ruta marcada, sin perderme, pero no. Me paran otra vez al dejar la taquilla. Debo enseñar mi carnet y todo lo que llevo conmigo: -«¿Llevas ordenador? Pues habrá que registrarlo». Sí, también hay que registrar el ordenador. Y además, me colocan una pegatina, con un número de serie asociado a mi carnet. Cada vez que entre, de nuevo, debo avisar a seguridad de que llevo mi ordenador registrado. Si cambio de ordenador, algún día, debo avisar. Mientras registran el ordenador, abren la tapa para ver si esconde algo en el teclado y van viendo los papeles que llevo (el escueto plano de la biblioteca, un triste folio fotocopiado). Mientras observo todo el proceso, me doy cuenta de que han pasado más de 50 minutos desde que crucé el cordón rojo.
Bien. Parece que estoy cerca. Pasillo, iquierda, derecha, izquierda… Creo que he llegado. De nuevo, otro mostrador. Me tienen que asignar un número de asiento: -«¿Cómo lo quieres, plano o inclinado?» No me esperaba esa pregunta y me quedo en blanco: -«Indiferente». Creo que ha quedado un poco seco, así que intento ponerle una sonrisa amable pero creo que no funciona. Me asigna el asiento 113. Me da un cartel que debo poner en un lugar visible de mi puesto de lectura. Algo comprensible, puesto que los números de las mesas son una chapa de dos centímetros que no se ven a menos que uno se acerque bien, oteando entre todas las cabezas. Antes de entrar en la sala (por fin) me dice que debo darle mi carnet. Con lo que me ha costado -pienso- y ya debo desprenderme de él. Se lo cambio por la tarjeta. Queda como resguardo en el número asignado. Sólo puedo entrar con el cartel.
Por fin consigo entrar. Casi no me lo creo. La sala es inmensa, es preciosa y solemne, en parte, porque reina el silencio y está casi vacía. Sí, al fin. Me siento en mi número 113, no quiero equivocarme. Con mi ordenador registrado. Mis datos actualizados. Hagamos que esta lucha durante más de una hora valga la pena.
Enciendo mi ordenador y busco en el catálogo. Voy a pedir el libro que venía a consultar. Lo encuentro. Aquí está, disponible. Me dispongo a hacer la solicitud. Para ello necesito mi número de carnet. No… Está fuera, lo han retenido en el cuarto o quinto mostrador. Me decido a ir a buscarlo y copio el número. Vuelvo.
Ahora sí, solicito el libro que necesitaba.

Préstamo restringido ¿Restringido? Es un libro de 2011, no un incunable…

Se requiere petición anticipada. Tardará unas 48 horas.

 

 

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