Cuando a Umberto Eco le preguntaron qué había pretendido con il nome della rosa (1980), qué tesis encubierta había tras la peripecia filosófica y policial, qué mensaje quería transmitirnos, confesó algo bien simple. En las Apostillas a El nombre de la rosa dice: “Escribí una novela porque tuve ganas”. Por puro placer.
“Empecé a escribir en marzo de 1978, impulsado por una idea seminal. Tenía ganas de envenenar a un monje”. Una idea seminal. Tenía ganas de envenenar a un monje.
Hay que admitir que a Umberto Eco el crimen se le fue de las manos. Al final no envenena a uno, sino que asesina a varios monjes. Con ello comete un maldad: rendir homenaje a Jorge Luis Borges (Jorge de Burgos) y de paso poner a trabajar a dos detectives de mucho ingenio: Guillermo de Baskerville y Adso de Melk (simpáticos remedos de Sherlock Holmes y el
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